La película Sueños de trenes toma su título de las premoniciones del futuro, los recuerdos del pasado, los anhelos de un presente alternativo y, a veces, simplemente los sueños que perturban al protagonista, Robert Grainier. Interpretado de forma rica y expresiva, con pocas palabras, por Joel Edgerton, Grainier es un leñador que forma parte de la fuerza laboral itinerante y explotada a principios del siglo XX, encargada de desbrozar bosques, construir puentes y allanar el camino para el ferrocarril estadounidense. A pesar de llevar una existencia casi de vagabundo, posee una vida interior apasionada y silenciosa que esta magnífica película se encarga de expresar.
El director Clint Bentley ha adaptado la novela corta de Denis Johnson de 2011, con un guion de Greg Kwedar, creando una película visualmente hermosa y profundamente emotiva. El filme absorbe claramente influencias de la cinematografía de Terrence Malick, visibles en los planos bajos de cámara, las composiciones a la hora del atardecer, la narración en off y la epifanía de la belleza del paisaje americano. También se perciben ecos de los primeros trabajos de David Gordon Green, cineasta que en su momento fue considerado heredero del estilo de Malick.
Robert, el personaje de Edgerton, es un hombre que creció huérfano en Idaho, aceptando con estoicismo la dureza de su trabajo brutal y su soledad. También es testigo atormentado de un asalto racista a un trabajador chino, aunque la película atenúa la complicidad que existía en la novela original. Se asombra silenciosamente ante el milagro de conocer y casarse con Gladys (Felicity Jones), de tener un bebé con ella y de experimentar la felicidad, pero sufre de angustia al tener que marcharse por largos períodos para mantenerlos.
En el trabajo, Robert se relaciona con hombres taciturnos y curtidos cuyo pasado parece tan enigmático como los árboles que talan. Sin embargo, la película revela cómo Robert saborea, o se asusta y se espanta, ante las revelaciones de sus personalidades. Entre ellos están el hablador veterano Arn (William H. Macy), a cargo de los peligrosos explosivos, y el extrañamente parlanchín “Apóstol Frank” (Paul Schneider). Robert intuye un destino desgarrador para ambos. Al mismo tiempo, se siente transfigurado por la belleza que lo rodea, aunque le inquieta la sensación de que está profanándola.
Por encima de todo, Robert está afectado por la ausencia de su esposa e hijo, un dolor que se alterna con la alegría de verlos periódicamente. Él y Gladys tienen planes de abrir un pequeño aserradero, y él se debate sobre si debería abandonar su vida errante y hacerlo ahora que aún hay tiempo. Las secuencias posteriores en la gran ciudad resaltan el misterio de lo efímera que es cualquier vida, cómo puede reducirse a una fugaz serie de momentos recordados, una sensación que Edgerton transmite con gracia y gran simpatía.
